Algo especial rondaba el ambiente del terreno de juego cuando Laudrup conducía la pelota. Los aficionados, los cámaras y sus propios compañeros sabían que ocurriría algo. Al igual que los magos, nadie, salvo el danés, entendía cómo era capaz de dar aquellos pases que simulaban los mejores trucos de magia.
Michael Laudrup nació en un pequeño pueblo de Dinamarca en 1964. Debido a la exquisitez y elegancia de su juego, combinado con la pausa y la tranquilidad, el Ajax holandés se fijó en él cuando apenas contaba con 14 años; pero fue con el Brondy, equipo de su país natal, con el que debutó en el fútbol profesional en la temporada 81.
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Allí jugó dos años, en los que impresionó con su habilidad con el balón y con su olfato goleador. Acababa de cumplir la mayoría de edad y toda Dinamarca le coronó como Kongen (El rey). Las ofertas de los grandes de Europa no tardaron en llegar y, finalmente fue la Juventus quién se llevó el gato al agua. El fútbol italiano, repleto de contacto y choque, no estaba hecho para este danés, que necesitaba explotar su elegancia y su depurada clase. Durante la Eurocopa de 1984 y el Mundial de 1986 la selección danesa, capitaneada en la mediapunta por Laudrup, se ganó el apelativo de la Brasil europea por el gran juego que desplegaba.
Compartió vestuario en la Vecchia Signoria con otro mago del balón, Platini. Pero los egos también existían en esa época y el francés pintaba mucho y muy bien en aquel equipo italiano. Si en Italia no llegó a convencer, en España hechizó
En el verano de 1989 Johan Cruyff vio algo en aquel anodino rubio y se lo llevó al Barcelona. Allí tuvo una época dorada. Ganó cuatro Ligas y una Copa de Europa. El Rey danés sacó todo su fútbol y toda su clase en Barcelona, pero no todos los cuentos acaban con un final feliz.
En el verano de 1993 aterrizaba en Barcelona un brasileño llamado Romario. Si no fuera porque luego se convirtió en uno de los mejores jugadores del planeta, nadie entendió como aquel pequeño delantero vino para sentar a Laudrup en el banquillo.
“No aguanto más”. Estas fueron las palabras pronunciadas por el danés tras la ruptura del idilio con Cruyff, que se volvió insostenible tras la suplencia de Laudrup en la final de la Copa de Europa que perdió el Barcelona ante el Milán.
Entonces apareció Ramón Mendoza, quién sólo necesitó una cena en el Hotel Hilton de París para convencer a Michael de fichar por el Real Madrid. Aquel año el conjunto blanco reformó el equipo de arriba a abajo. Llegó Valdano como entrenador, y junto con él un argentino llamado Redondo, que daría muchas tardes gloriosas en el Bernabéu; además un jovencísimo Raúl empezaba a despuntar.
La belleza que desprendía Laudrup con el balón encandiló a la afición madridista desde el primer partido. Con la cabeza levantada, analizaba la situación y antes de que nadie pudiera intuir un espacio, él ya había lanzado un pase. Desde Schuster, otro pelotero rubio, ningún jugador había conseguido maravillar a una afición tan exigente como la del Santiago Bernabéu. La belleza de su fútbol y su limpieza en el terreno de juego, han hecho que Laudrup, el rey danés, y su fútbol, se conviertan en inmortales en el templo del madridismo.